RESEÑA:El hombre era norteamericano, se llamaba Nicholas Barshow, y estaba de vacaciones en el paraíso.
O al menos eso le parecían a él aquellos parajes: el auténtico e indiscutible paraíso terrenal. Y quizá lo
fuese, si bien en un atlas se podría saber que aquel lugar estaba en el Caribe y formaba el pequeño
archipiélago llamado islas Granadinas, al sur de la Martinica, Santa Lucía y Vicente, y al norte de Granada, a la cual pertenecían como territorio soberano.
El mar era de un azul increíble, maravilloso, y de una transparencia sencillamente fascinante. En sus aguas
se podían ver con toda claridad las bellas barreras madrepóricas, los coloridos fondos que parecían de oro
a la luz del sol que penetraba como barras doradas en las aguas.
Nicholas Barshow era pescador, y sabía que por las grutas marinas recubiertas de gorgonas podía encontrar peces cofre, peces ballesta, peces gruñones, e incluso el apreciado mero. Pero dejar una ciudad
norteamericana de ochocientos mil habitantes y encontrarse en menos de veinticuatro horas en un lugar
como las islas Granadinas era algo absolutamente inédito para Barshow que incluso se olvidó de pescar, y
se dedicó a contemplar, pasmado, fascinado, la hermosura que le rodeaba.
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